martes, 21 de agosto de 2012

PABLO. Un hombre y un pene.



Pocas personas dirían que esto es un problema, pero pocas personas saben lo que es realmente un problema y no sabrían distinguirlo de una gilipollez como perder un trabajo, tratar de detener el desahucio de tu casa y descubrir que la mujer a la que alguna vez amaste se fue con otro por tu culpa. Solo estoy aquí para advertiros. El problema, o lo que yo quería llamar problema es una cosa mucho más seria e increíble. Algo insondable y que nadie se ha visto todavía en la vicisitud de poder explicar. Los expertos miran el problema y giran la cara hacia otro lado, no entienden nada y han tratado de obviar mi situación. Quieren hacer como que no está pasando, como que ellos sí pueden resolver lo que sea, salvo ponerle perfume al monstruo del pantano. Me recetan antidepresivos cuando lo que hubiera necesitado en su momento era un anti-inflamatorio mágico, o algo lo suficientemente afilado y digno de la envergadura –odiaría ahora hacer un juego de palabras– del problema. Lo he contado muchas veces en diarios, en radios y hasta en la tele, cuando me atreví a posar delante de programas de ocio nocturnos. Me ofrecieron escribir un blog que poco a poco fuese transformándose en un libro. He recibido ofertas del cine, por supuesto, no solo para adaptar mi historia —que será la nuestra— a la gran pantalla, sino para labrarme una carrera de éxito como intérprete, como un artista del hambre que utiliza su dolencia para ganarse el pan. Soy una suerte de freak estilo años veinte, de mujer barbuda, de enano miserable, de siamés atrofiado del siglo XXI. Durante un amplio lapso de tiempo, tuve la gran oportunidad de ganar dinero a espuertas. Camiones de dinero. Tráileres cachondos de pasta gansa. De hecho lo hice. Y me lo gasté después buscando una solución a mi problema. Gasté mucho más dinero del que gané en curas milagrosas de santeros africanos, en médicos venezolanos expertos en cirugía estética y en prostitutas que sofocaron mis miedos y me permitieron desahogarme del tremendo peso que he llegado a soportar sin quebrarme. Fue un problema pero también sirvió, como si de un pacto firmado con el Diablo se tratase, para dar rienda suelta a todas mis fantasías.
Comenzó en una cama de hotel, de los pequeños detalles siempre se dan cuenta las mujeres.
—Estás cambiando. —Me dijo con la mitad de su sonrisa. —Estás cambiando, para bien, claro. —Juguetona como siempre que no tenía que madrugar en varios días.
Yo no me había dado cuenta pero ella, apelando a su instinto, percibía que las cosas no acaban de encontrarse en su lugar natural; que, de repente, la materia –esa substancia omnipresente tan maja que ni se crea ni se destruye, que simplemente se transforma– estaba gozando de una segunda primavera en mi entrepierna.
—Estás cambiando. —Apuntó segundos antes de meter su mano izquierda en mis calzoncillos y escarbar dentro, intentado colocar en posición erguida un pene que tardaría varios segundos en convertirse en una polla bien dura.
El proceso de amorcillamiento apenas dura unos segundos, como un eclipse formándose y deformándose, transitando hasta tapar del todo el astro reflectante. En ese preciso instante, en el que un aparato urinario juega a ser un órgano sexual, sí que noté un dolor que me provocó apartar su boca de las inmediaciones de mi glande.
—¿Qué te pasa, capullo? ¿No te apetece?
Pero no me apetecía y nada tenía que ver con ella, simplemente me asusté.
—Me duele la polla, ahora no. No sé qué me pasa.
—¿Que te duele la polla?
—Sí, no sé. De repente.
—¿Pero al tocarla yo?
—No, no. Yo que sé, simplemente al ponerse dura me ha dolido un poco, pero se me está pasando.
—¿Seguimos?
—Sí, sí. —Y dejó de hablar hasta que bajamos a tomar el desayuno.
El siguiente dolor todavía tardó en aparecer unos días y, en parte, me tranquilizó porque no estaba vinculado al sexo. No era de follar o no era, por lo menos, de ponerla dura. Estaba meando cuando un latigazo provocó que mi chorrito de orina bautizase parte del lavabo, ensuciando el espejo y la toalla de secarnos la cara. Busqué sangre pero no la había. Ni en la taza, ni tampoco en las gotitas que se quedan atrapadas en la punta. Solo fue un dolor como un disparo, una contracción espasmódica inocente. La carcajada sardónica de un falo.
La sorpresa no tardó mucho en regresar: mi ropa interior había encogido. Era la respuesta lógica, la Navaja de Ockham que permite amputar las soluciones imposibles para un enigma de este tipo. Mis calzoncillos habían encogido porque eran baratos y lo normal era que se hubieran roto mucho antes en una de las lavadas intensas que yo mismo me encargaba de ejecutar a mano.  A mi mujer le crecían las tetas con la regla, le decrecían cuando hacía dieta y se adelgazaba, incluso una vez ganó una talla casi por arte de magia. Lo normal era que mis bóxers y el agua fría se hubieran peleado, no que mi polla, de un tamaño medio tirando a pequeña, hubiese dado un paso al frente y se hubiera revelado.
Los siguientes días transcurrieron normales, es decir, sin dolor, pero con la palpitación de que algo en mi interior necesitaba explayarse. Mi polla, según medí, crecía a una velocidad de tres centímetro por semana, sin contar el tiempo en el que no me atreví a comprender la situación.
—Tenemos que hacer algo con esto, tengo que ir al médico.
—¿Al médico? No es para tanto, cariño. Solo son unos centímetros.
—¿Unos centímetros? Encuentras demasiado normal que me crezca la polla con treinta y un años.
—No sabemos si volverá otra vez a su estado anterior, igual tan solo es una inflamación. ¿Te ha picado algo?
—No, nada roza esa zona si no lleva tu pintalabios.
—Siempre tan romántico.
—Tienes demasiadas ganas de follar últimamente. Estás aprovechando.
—¿Que me estoy aprovechando?
—No he dicho que te estés, he dicho que estás. Menos mal que decís que el tamaño no es importante.
—Oye, tú también te amorras a mis tetas cuando me crecen por la regla. Y me duelen tanto como a ti lo tuyo.
—Vaya, ahora se trata de una venganza.
—No es ninguna venganza, ¿qué hay de malo en querer follar?
—Me haces sentir como un trozo de carne al que alguien ha adosado un ser humano.
—Te gusta ser la reina del drama, ¿eh?
—Cállate zorra, te voy a follar hasta en el pasaporte.
Así se desataban nuestras olímpicas sesiones de sexo en las primeras semanas de despertarse la bestia. La locura llamó a mi puerta cuando una voz desconocida decidió instalarse en mis oídos. Esa voz no me pedía que matara, pero hubiera asesinado a cien mil niños por haber podido arrancarla de mi cabeza. Por primera vez y sin que sirva de precedente mi polla –o la que yo por entonces creía mía– pronunció sus primeras palabras sin que yo hubiera tenido nunca la intención de otorgarle un nombre.
—Llámame Pablo, me dijo.
—¿Pablo?
—Sí, como el poeta: Pablo Neruda.
Y eso fue todo lo que me reveló en nuestro primer encuentro del que nunca me atreví a confesar nada.
Como aprendimos todos de pequeños al observar por primera vez el símbolo del yin y el yang, esta pequeña pizca de algo bueno acabó resultando una mota blanca en un interrogante semicírculo negro. La tragedia sobrevino cuando dos meses después de un crecimiento uniformemente acelerado tuve que volver a enfundarme un traje de corbata para asistir como invitado a la boda de mi padre con su asistente personal.
—¿Qué pasa? ¿No te cabe el pantalón, súper hombre?
—Exacto. No me cabe el pantalón.
—No me extraña, precioso.
—Y lo demás me queda todo grande.
—¿Cómo dices?
—La chaqueta me queda como un maldito chubasquero.
—¿Pero cómo te va a quedar grande un traje que hace dos años estaba hecho a medida?
 —Mira, ¿lo ves? Las mangas... Los hombros…
—Coño, es verdad.
¿Estaba menguando? En un sentido estricto del término, no. Aparentemente parecía haber perdido unos diez centímetros de estatura cuando me di cuenta de la situación. Lo que me provocó la sospecha de que una cosa venía ligada con la otra. ¿Estaba encogiendo mi cuerpo a medida que mi polla crecía y se desarrollaba más y más? Pablo, después de varias semanas en silencio, tuvo a bien a volver a pronunciar unas palabras.
—No te preocupes. Esto que ocurre es normal.
—¿Normal?  Estoy hablando con mi polla.
—Sí. Todo va bien. Todo es correcto.
—¿Por qué me estoy haciendo más pequeño?
—Somos el primero de muchos, la revolución está al caer.
—¿La revolución?
—Otros como yo vendrán a ocupar el lugar que verdaderamente les corresponde en el mundo. Tú y yo pasaremos a la historia.
Definitivamente creí haberme vuelto loco. ¿Una revolución de penes que tomarían el control y el tamaño de sus correspondientes cuerpos? Ni el más drogadicto del psiquiátrico más abandonado del mundo podría delirar de esta forma sin colapsar de inmediato todas las venas de su cerebro. ¿Pero estaba yo acaso loco?
En pocas semanas la situación se había desatado de tal forma que mis conocidos y familiares empezaron a preguntarse qué era lo que veían de diferente en mi aspecto. Cada vez era más complicado tratar de ocultar y acomodar mi paquete para hacer el menor bulto posible. Abracé la moda de los skaters y hip-hoperos para que sus anchas camisetas y pantalones redujeran al máximo el deprimente devenir de mi estatura y el humillante paso firme en el crecimiento de mi pene. Tenía más o menos controlada la situación hasta que mi novia se fue de la lengua y compartió el secreto con sus amigas, una de las cuales trabajaba en la tele.
Una tarde, mientras permanecía en casa con la mitad de mi cuerpo sumergido en agua casi congelada tratando de ralentizar al máximo el proceso que se estaba llevando a cabo en mi cuerpo, mi chica apareció en casa con una reportera del programa Callejeros, dispuesta a mostrar mis descomunales genitales en el  prime-time. Intenté detenerlo pero al resbalarme saliendo de la bañera fue demasiado fácil para ellos enfocar mi miembro en todo su esplendor, moviéndose independiente como buscando resultar simpático ante las cámaras. A los pocos días mi fama era ya un hecho en casi todo el planeta por culpa de Internet. Poco a poco comenzaron a aparecer mujeres que afirmaban haber sido penetradas por mi tremendo falo, amigos de la infancia afirmaban haberlo visto siempre igual y contaban anécdotas inventadas como la vez en la que golpeé la mesa del despacho del director del colegio para revelarme contra un castigo. El mal ya estaba hecho y admito que tardé poco tiempo en aprovecharme del éxito. Pero se acabó.
Pablo finalmente comprendió que tenía que ganarme para su causa y cada vez intentaba resultar más encantador en nuestras conversaciones. Quiero añadir que con el paso del tiempo y con la cada vez más acentuada soledad a la que me condenaba “mi cuerpo”, Pablo y yo terminamos siendo buenos amigos.
A medida que mi tamaño se reducía y Pablo iba cobrando forma, una parte de mi alma se iba incorporando a la suya. Ahora mido trece centímetros y medio dice él, aunque alguna vez que me ha visto triste dice que mido unos diecisiete. He dejado de salir de casa y ya nadie se atreve a visitarme, sin embargo, la revolución está en marcha. Desde la ventana, Pablo me deja mirar de vez en cuando y observo al resto de los hombres que caminan satisfechos, y detecto en las sonrisas más asquerosas el incipiente grosor de nuevos penes que, poco a poco, están tomando posiciones; listos para recibir nuestras órdenes y empezar a tomar todas las ciudades. Las tetas ya no estarán solas, solo falta que se animen al vernos y ellas mismas decidan, por una vez en la vida, seguirnos victoriosas a nosotros.

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