Pocas
personas dirían que esto es un problema, pero pocas personas saben lo que es
realmente un problema y no sabrían distinguirlo de una gilipollez como perder
un trabajo, tratar de detener el desahucio de tu casa y descubrir que la mujer a
la que alguna vez amaste se fue con otro por tu culpa. Solo estoy aquí para
advertiros. El problema, o lo que yo quería llamar problema es una cosa mucho
más seria e increíble. Algo insondable y que nadie se ha visto todavía en la
vicisitud de poder explicar. Los expertos miran el problema y giran la cara
hacia otro lado, no entienden nada y han tratado de obviar mi situación.
Quieren hacer como que no está pasando, como que ellos sí pueden resolver lo
que sea, salvo ponerle perfume al monstruo del pantano. Me recetan
antidepresivos cuando lo que hubiera necesitado en su momento era un
anti-inflamatorio mágico, o algo lo suficientemente afilado y digno de la
envergadura –odiaría ahora hacer un juego de palabras– del problema. Lo he
contado muchas veces en diarios, en radios y hasta en la tele, cuando me atreví
a posar delante de programas de ocio nocturnos. Me ofrecieron escribir un blog
que poco a poco fuese transformándose en un libro. He recibido ofertas del
cine, por supuesto, no solo para adaptar mi historia —que será la nuestra— a la
gran pantalla, sino para labrarme una carrera de éxito como intérprete, como un
artista del hambre que utiliza su dolencia para ganarse el pan. Soy una suerte
de freak estilo años veinte, de mujer barbuda, de enano miserable, de siamés
atrofiado del siglo XXI. Durante un amplio lapso de tiempo, tuve la gran
oportunidad de ganar dinero a espuertas. Camiones de dinero. Tráileres
cachondos de pasta gansa. De hecho lo hice. Y me lo gasté después buscando una
solución a mi problema. Gasté mucho más dinero del que gané en curas milagrosas
de santeros africanos, en médicos venezolanos expertos en cirugía estética y en
prostitutas que sofocaron mis miedos y me permitieron desahogarme del tremendo
peso que he llegado a soportar sin quebrarme. Fue un problema pero también
sirvió, como si de un pacto firmado con el Diablo se tratase, para dar rienda
suelta a todas mis fantasías.
Comenzó
en una cama de hotel, de los pequeños detalles siempre se dan cuenta las mujeres.
—Estás cambiando.
—Me dijo con la mitad de su sonrisa. —Estás cambiando, para bien, claro. —Juguetona
como siempre que no tenía que madrugar en varios días.
Yo
no me había dado cuenta pero ella, apelando a su instinto, percibía que las
cosas no acaban de encontrarse en su lugar natural; que, de repente, la materia
–esa substancia omnipresente tan maja que ni se crea ni se destruye, que simplemente
se transforma– estaba gozando de una segunda primavera en mi entrepierna.
—Estás
cambiando. —Apuntó segundos antes de meter su mano izquierda en mis
calzoncillos y escarbar dentro, intentado colocar en posición erguida un pene
que tardaría varios segundos en convertirse en una polla bien dura.
El
proceso de amorcillamiento apenas
dura unos segundos, como un eclipse formándose y deformándose, transitando
hasta tapar del todo el astro reflectante. En ese preciso instante, en el que
un aparato urinario juega a ser un órgano sexual, sí que noté un dolor que me
provocó apartar su boca de las inmediaciones de mi glande.
—¿Qué te pasa, capullo? ¿No te apetece?
Pero
no me apetecía y nada tenía que ver con ella, simplemente me asusté.
—Me duele la
polla, ahora no. No sé qué me pasa.
—¿Que te duele
la polla?
—Sí, no sé. De
repente.
—¿Pero al
tocarla yo?
—No, no. Yo que
sé, simplemente al ponerse dura me ha dolido un poco, pero se me está pasando.
—¿Seguimos?
—Sí, sí. —Y dejó
de hablar hasta que bajamos a tomar el desayuno.
El
siguiente dolor todavía tardó en aparecer unos días y, en parte, me tranquilizó
porque no estaba vinculado al sexo. No era de follar o no era, por lo menos, de
ponerla dura. Estaba meando cuando un latigazo provocó que mi chorrito de orina
bautizase parte del lavabo, ensuciando el espejo y la toalla de secarnos la
cara. Busqué sangre pero no la había. Ni en la taza, ni tampoco en las gotitas
que se quedan atrapadas en la punta. Solo fue un dolor como un disparo, una
contracción espasmódica inocente. La carcajada sardónica de un falo.
La
sorpresa no tardó mucho en regresar: mi ropa interior había encogido. Era la
respuesta lógica, la Navaja de Ockham que permite amputar las soluciones imposibles
para un enigma de este tipo. Mis calzoncillos habían encogido porque eran
baratos y lo normal era que se hubieran roto mucho antes en una de las lavadas
intensas que yo mismo me encargaba de ejecutar a mano. A mi mujer le crecían las tetas con la regla,
le decrecían cuando hacía dieta y se adelgazaba, incluso una vez ganó una talla
casi por arte de magia. Lo normal era que mis bóxers y el agua fría se hubieran
peleado, no que mi polla, de un tamaño medio tirando a pequeña, hubiese dado un
paso al frente y se hubiera revelado.
Los
siguientes días transcurrieron normales, es decir, sin dolor, pero con la
palpitación de que algo en mi interior necesitaba explayarse. Mi polla, según
medí, crecía a una velocidad de tres centímetro por semana, sin contar el
tiempo en el que no me atreví a comprender la situación.
—Tenemos que
hacer algo con esto, tengo que ir al médico.
—¿Al médico? No
es para tanto, cariño. Solo son unos centímetros.
—¿Unos
centímetros? Encuentras demasiado normal que me crezca la polla con treinta y
un años.
—No sabemos si
volverá otra vez a su estado anterior, igual tan solo es una inflamación. ¿Te
ha picado algo?
—No, nada roza
esa zona si no lleva tu pintalabios.
—Siempre tan
romántico.
—Tienes demasiadas
ganas de follar últimamente. Estás aprovechando.
—¿Que me estoy
aprovechando?
—No he dicho que
te estés, he dicho que estás. Menos mal que decís que el tamaño no es
importante.
—Oye, tú también
te amorras a mis tetas cuando me crecen por la regla. Y me duelen tanto como a
ti lo tuyo.
—Vaya, ahora se
trata de una venganza.
—No es ninguna
venganza, ¿qué hay de malo en querer follar?
—Me haces sentir
como un trozo de carne al que alguien ha adosado un ser humano.
—Te gusta ser la
reina del drama, ¿eh?
—Cállate zorra,
te voy a follar hasta en el pasaporte.
Así
se desataban nuestras olímpicas sesiones de sexo en las primeras semanas de
despertarse la bestia. La locura llamó a mi puerta cuando una voz desconocida
decidió instalarse en mis oídos. Esa voz no me pedía que matara, pero hubiera asesinado
a cien mil niños por haber podido arrancarla de mi cabeza. Por primera vez y
sin que sirva de precedente mi polla –o la que yo por entonces creía mía– pronunció
sus primeras palabras sin que yo hubiera tenido nunca la intención de otorgarle
un nombre.
—Llámame
Pablo, me dijo.
—¿Pablo?
—Sí,
como el poeta: Pablo Neruda.
Y
eso fue todo lo que me reveló en nuestro primer encuentro del que nunca me
atreví a confesar nada.
Como
aprendimos todos de pequeños al observar por primera vez el símbolo del yin y
el yang, esta pequeña pizca de algo bueno acabó resultando una mota blanca en
un interrogante semicírculo negro. La tragedia sobrevino cuando dos meses
después de un crecimiento uniformemente acelerado tuve que volver a enfundarme
un traje de corbata para asistir como invitado a la boda de mi padre con su asistente
personal.
—¿Qué pasa? ¿No
te cabe el pantalón, súper hombre?
—Exacto. No me
cabe el pantalón.
—No me extraña,
precioso.
—Y lo demás me
queda todo grande.
—¿Cómo dices?
—La chaqueta me
queda como un maldito chubasquero.
—¿Pero cómo te
va a quedar grande un traje que hace dos años estaba hecho a medida?
—Mira, ¿lo ves? Las mangas... Los hombros…
—Coño, es
verdad.
¿Estaba
menguando? En un sentido estricto del término, no. Aparentemente parecía haber
perdido unos diez centímetros de estatura cuando me di cuenta de la situación.
Lo que me provocó la sospecha de que una cosa venía ligada con la otra. ¿Estaba
encogiendo mi cuerpo a medida que mi polla crecía y se desarrollaba más y más? Pablo,
después de varias semanas en silencio, tuvo a bien a volver a pronunciar unas
palabras.
—No te
preocupes. Esto que ocurre es normal.
—¿Normal? Estoy hablando con mi polla.
—Sí. Todo va
bien. Todo es correcto.
—¿Por qué me
estoy haciendo más pequeño?
—Somos el
primero de muchos, la revolución está al caer.
—¿La revolución?
—Otros como yo
vendrán a ocupar el lugar que verdaderamente les corresponde en el mundo. Tú y
yo pasaremos a la historia.
Definitivamente
creí haberme vuelto loco. ¿Una revolución de penes que tomarían el control y el
tamaño de sus correspondientes cuerpos? Ni el más drogadicto del psiquiátrico
más abandonado del mundo podría delirar de esta forma sin colapsar de inmediato
todas las venas de su cerebro. ¿Pero estaba yo acaso loco?
En
pocas semanas la situación se había desatado de tal forma que mis conocidos y
familiares empezaron a preguntarse qué era lo que veían de diferente en mi
aspecto. Cada vez era más complicado tratar de ocultar y acomodar mi paquete
para hacer el menor bulto posible. Abracé la moda de los skaters y hip-hoperos
para que sus anchas camisetas y pantalones redujeran al máximo el deprimente
devenir de mi estatura y el humillante paso firme en el crecimiento de mi pene.
Tenía más o menos controlada la situación hasta que mi novia se fue de la
lengua y compartió el secreto con sus amigas, una de las cuales trabajaba en la
tele.
Una
tarde, mientras permanecía en casa con la mitad de mi cuerpo sumergido en agua
casi congelada tratando de ralentizar al máximo el proceso que se estaba
llevando a cabo en mi cuerpo, mi chica apareció en casa con una reportera del
programa Callejeros, dispuesta a mostrar mis descomunales genitales en el prime-time.
Intenté detenerlo pero al resbalarme saliendo de la bañera fue demasiado fácil
para ellos enfocar mi miembro en todo su esplendor, moviéndose independiente
como buscando resultar simpático ante las cámaras. A los pocos días mi fama era
ya un hecho en casi todo el planeta por culpa de Internet. Poco a poco
comenzaron a aparecer mujeres que afirmaban haber sido penetradas por mi
tremendo falo, amigos de la infancia afirmaban haberlo visto siempre igual y
contaban anécdotas inventadas como la vez en la que golpeé la mesa del despacho
del director del colegio para revelarme contra un castigo. El mal ya estaba
hecho y admito que tardé poco tiempo en aprovecharme del éxito. Pero se acabó.
Pablo
finalmente comprendió que tenía que ganarme para su causa y cada vez intentaba
resultar más encantador en nuestras conversaciones. Quiero añadir que con el
paso del tiempo y con la cada vez más acentuada soledad a la que me condenaba “mi
cuerpo”, Pablo y yo terminamos siendo buenos amigos.
A
medida que mi tamaño se reducía y Pablo iba cobrando forma, una parte de mi
alma se iba incorporando a la suya. Ahora mido trece centímetros y medio dice
él, aunque alguna vez que me ha visto triste dice que mido unos diecisiete. He
dejado de salir de casa y ya nadie se atreve a visitarme, sin embargo, la
revolución está en marcha. Desde la ventana, Pablo me deja mirar de vez en
cuando y observo al resto de los hombres que caminan satisfechos, y detecto en
las sonrisas más asquerosas el incipiente grosor de nuevos penes que, poco a
poco, están tomando posiciones; listos para recibir nuestras órdenes y empezar
a tomar todas las ciudades. Las tetas ya no estarán solas, solo falta que se
animen al vernos y ellas mismas decidan, por una vez en la vida, seguirnos
victoriosas a nosotros.
Muy buenooooo!!!!!!!!!!!!
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